LA ESCUELA Y EL HOGAR
Cada vez que empiezan las clases, las propuestas educativas
son varias y variadas. Hay reciclaje de programas, de divisiones, de ciclos, de
enfoques metodológicos, e Internet se está abriendo paso entre las aulas y los
contenidos.
Un problema básico condiciona todo el movimiento educativo
y, si no se lo encara con suma urgencia, haremos agua o seguiremos haciendo
agua, con toda la tecnología del mundo y disposiciones piagetianas a nuestros
pies, haciendo referencia a la caída y quebrada relación entre el hogar y la
escuela.
Son aliados naturales. Y si no lo son, mal andará el negocio
aunque lo vistan de seda. El niño viene de un hogar y va a una escuela. Del hogar
lleva el mandato de estudiar, de avanzar, de crecer. La escuela es la que toma
ese mandato en sus manos y cumple con realizarlo debidamente.
El mandato se expresa en valores, en creencias.
Creemos,
hijo nuestro, que la educación es necesaria, inevitable, para tu persona en
germen.
Creemos que la escuela puede formarte e informarte, y que ambas
necesidades a tu edad son perentorias.
Creemos que nada de eso se logra sin
esfuerzo, rigor y disciplina. También pueden divertirse, cultivar amistades,
desviarse un poco y ser fieles a la edad juguetona que les toca vivir. Pero en
principio la escuela ni es circo, ni es cine, ni es el lugar más adecuado para
el pochoclo y la gaseosa. Es para estudiar.
Creemos que te tenemos que acompañar en esta tarea, que es
nuestro deber hacerlo, observarte de cerca y salir a tu encuentro cuando
necesites ayuda o apoyo. Podemos consolidarte en la tarea, pero no la podemos
evitar. Estudiar no es un gusto, una elección, en principio, es un deber.
Creemos
en el deber de educarte, aunque no siempre sea divertido, atractivo y se
disfrace de sonrisa. La medida del sacrificio es la medida del valor. Así fue,
así será.
Ése es, quiero decir, debería ser el mandato. Hago hincapié
en el hogar, mientras el resto de mis colegas se dedican, y hacen bien, a
mejorar la escuela. Digo que, si ese mandato no se reconstituye rápidamente, si
los padres no vuelven a saludar a los maestros con el respeto que merecen y si
no les devuelven la autoridad sin la cual no se puede transmitir mensaje
alguno, la escuela por más que mejore no mejorará, valga la paradoja.
No soy yo quien le dictará a la familia qué estructura,
forma, modelo ha de tomar. Hoy la pluralidad y la tolerancia son reinas.
Pero no
se pueden eludir reglas mínimas, diría, de la psicología y de la sociología de
la vida: hay que creer en algo para que ese algo prospere.
El mensaje a nuestros hijos ha de partir de una convicción. El
tiempo de las vacilaciones, del miedo a los hijos, del pavor a tomar decisiones
porque quién sabe si no acarrearán malas consecuencias, ha terminado. Y ha
terminado, porque ha terminado mal.
Ahora es tiempo de revisión de valores y de ajustes de
conciencia.
Actuar es creer, es
confiar.
Esa confianza la hemos perdido.
No todo es recuperable.
Pero tener hijos
sigue siendo una aventura de confianza: vale la pena educarlos, hacer algo de
ellos, con ellos.
Primero nosotros, padres, maestros.
Luego a ellos mismos, solos, cuando vuelen y nos saluden de
lejos, de muy lejos, nosotros los miraremos partir con el gozo de quien algo
aportó a ese vuelo.